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lunes, septiembre 13

Relato apócrifo - Manuel Sonseca

Lisboa - fotografía: Manuel Sonseca




Relato apócrifo


Aún recordaba con temor la mirada furtiva que le anunció su presencia. Alberto Caeiro, al que toda Lisboa daba por desaparecido o muerto – al fin y al cabo para el Ministerio de Orden Público ero lo mismo -, estaba frente a él, en el British Bar del Cais do Sodré. Caeiro pidió una bica y con absoluta parsimonia encendió un cigarrillo. Por el aroma que envolvió el rincón del bar advirtió que era tabaco inglés. Siempre fumaba tabaco inglés. El humo y su olor le hicieron recordar otras tardes en Sao Mantinho d´Arcada, antes de que Caeiro fuese dado por muerto, cuando juntos escribían poemas y discutían siempre al llegar a la palabra saudade .
Eran los tiempos de Renascença Portuguesa y de su común amigo Teixeira de Pascoaes. En aquellos años Caeiro escribía cosas como : “el mundo no se hizo para pensar en él / sino para al mirarlo estar de acuerdo…./ No tengo filosofía, tengo sentidos… “. Versos de su breve poemario O Guardador de Rebaños, o aquellos otros de O Pastor Amoroso : “No me arrepiento de lo que antaño fui / porque aún lo soy”. Poeta natural, le llamaba Reis, pura espontaneidad, abundaba Coelho Pacheco, aquellos a los él consideraba sus discípulos desde su retiro contemplativo en Ribatejo. En realidad era un poeta sin lecturas, carente de los estudios necesarios para escribir bien el portugués. Y ahora, Alberto Caeiro da Silva, muerto a los veintiséis años, estaba allí.
Intentó que su sorpresa, acompañada de una sudoración profusa y un temblor que le hizo derramar parte del café, no fuese percibida por aquél fantasma que seguramente había vuelto para vengarse. Quizá debió ser más cuidadoso a la hora de hacerlo desaparecer, pero el implacable y pagano Caeiro, aquel presuntuoso ignorante, le sacaba de quicio, y en el otoño de 1915 decidió acabar con él sin pensar en las consecuencias.
Volvió a mirar disimuladamente, no había duda: el cabello rubio, ojos azules, el abrigo de lana gris, el tabaco inglés y esa tos crónica que delataba la tisis que minaba sus pulmones…En un momento, Caeiro pidió la cuenta y tras guardarse el sobrante en el bolsillo del pantalón abandonó el local sin reparar en su presencia. De repente algo le hizo recordar ese día de otoño de 1915. Ya no estaba seguro de si realmente fue Alberto Caeiro el muerto.
Manuel Sonseca

Invierno de 2004

Madrid

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