sábado, abril 11

Susana Szwarc






A Ali poemas


Horas

Esa niña flaca, decimal con su flor

roja al ladito del borde: mira claramente al que

levanta la pala

un pie va a hundirse –con la pala –en el montón de barro.

Es la hora del entierro y la flor

por arte de magia será libro.

La niña –que no sabe-

lee “sobre el dolor inmensurable

los nietos no nacidos”.

Nos distraemos por el sonido de un saxo

que comienza a trepar –metálico –

hacia atrás y salen más niñitas de los ranchos.

Es la hora del pedido:

ejendú ché, omé é ché un pedacito de pan

-golpean, esos niños, sin padres

-otra vez, piden pan

-¿no les dan?

Ordenemos la historia ¿Evita había muerto?

¿Perón había caído? ¿Su estatua destruída en

la placita Sarmiento? ¿Yo tenía el sarampión?

¿Cantaba Ramona Galarza? ¿Tu perro

aquella noche era un lobizón? ¡Oh!, sí, tal vez tu perro

aquella noche, era. Lame la sal del cuerpo y

las tan estrellas caen, por mí.

El lobizón desvanece de cercanía. Apenas

alcanzamos los breteles. Maldito gallo, que se

calle. Y que nadie sepa nunca.

Otra hora: tu siesta, los mosquiteros hacen

marchas hexagonales sobre mi morena

piel más vieja que el sulki

verás la polvareda y en ella el surco

¿dónde aún me harías caer?

(la longitud del muro hace a la partida

de los perros)

Recordemos: la niñita –la de la flor roja-

detenida como en un recital infinito y el saxo:

único movimiento acompañado por el taburete

donde una madre oye:

-¿quién no ha leído a Nietzche a los 17 años?

dirá él, ágil sus dedos arman cigarrillos

sus ojos alucinan patios y potras.

Dirá, es la hora de jugar: serás Yocasta

y juegan al día más perfecto de la historia.

Guardan azúcares aceites en el jarrón de lo indecible

jueban a encontrar los fierros para disparar: a los gatos

las alarmas al hueco del jarrón y a sacar al muerto

de su torpeza: su obstinación de muerto.

Arrancan flores hasta la niña decimal

jadean:

ningún patio es completo

ni siquiera el de la madre.

Recordemos: el saxo, las horas,

la niña que dice es la hora

y vuelve a leer.








DECLIVE


Por el ojo de la cerradura vemos

cómo deja la palangana en el suelo: tiene agua. Ahora

no se ve. Hasta que levanta la mano

blanca, la misma con que la prisionera (jovencita

en Siberia) llevaba maderos hacia el barco.

¿Y las niñas? en la escuela

atrás de la vía.

Tiene una gillette y el ojo apoyado en la cerradura mira

su negra axila de abeja-madre. Arrasa. Algo se corre.

En el encuadre, un ojo mira al otro.

Si me estiro veo

la palangana (llena) de estrellas y abedules

también blancos: habría nevado.

(El hermano, sobre la nieve, corre

a la muchachita y ahora los ojos ya no ven.)

Atrás de la vía:

campanas.

Va a salir. Hay que correrse. Abre la puerta y desparrama

el agua (turbia) al gallinero. Nubes la alejan, hacen pasillos

hasta que tiende más ropa en puntas de pie. Los brazos en alto. Abrocha.

¿Cómo hallar ahí dónde posarse?







Vano

me da

una blanca

flor

que no huele


la dejo

en la sombra

del agua

del jarro



















¿POR QUÉ SONREÍA ?


Alguien arroja un huevo

crudo (podría ser también por agua),

hacia la zona de montañas, altísima,

justo en el lugar de las nieves eternas.


Ese gesto es trivial, tan cruel (casi)

como el gesto del asesino que arroja

cuerpos

al océano

pero que, por algún motivo del azar, se ve

en los ojos de la víctima, que le sonríe.

¡Ah!, cada día, cada noche,

la misma inconcebible pregunta:

¿por qué sonreía?

o aun: ¿por qué me sonreía?

Y cada vez

el verdugo cierra los ojos, aprieta los oídos

como esos niños atormentados por los gritos

de una madre todavía inexplorada, y se muerde

los labios.

-No hay que aceptar la pregunta- piensa.

No le dice a nadie lo que piensa.

Mientras la frase no le salga de la boca

nadie (nadie) contará el cuento.

Ahora (que alguna vez es siempre),

la dignidad de la montaña

resbala junto con la yema.


Hay manchas de luz.

La noche es negra y blanca:

como no saber si es de día

o se hizo pedazos la montaña.

Ninguna jarra para guardar un trazo

de la nieve, ni regazo.


Si algún tierno, tesoro,

deforme (¿yo, vos?)

mirara hacia allí diría,

entre lágrimas claro,

-¿cómo cuelga así? Cáscara, yema,

montaña.

La caída de qué letra, o paisaje

sin reparo.


¡Ah!, pero el tiempo no se queda quieto. Sopla.











BÁRBARA


Ese cuerpo excesivo

aún después del strip-tease

es tan leve como el mejor

afiche ante mis ojos.

La estética del poster

me hace sonreír

y mecerme en la silla de mi casa

(al compás del ritmo ajeno).

¡Ah! es exactamente igual

que ofrezca Bárbara su carne

-de verdad, de mentira-

para mí.

Su nombre acerca a mi memoria

el poema de Prevert

aunque ella insista : “mirá, también me llamo Sonia

y no hay en mis manos ni crimen ni castigo”.

Pero ninguno de estos recuerdos

sirve esta noche,

ella está allí, quitándose siempre

su ropa dorada, justamente para llevarnos al olvido

y su cuerpo es un mapa perfecto,

un territorio para abrazar,

arrojar monedas,

atrasar relojes.

De pronto ya no sé qué sucede.

No hay ruido de pulseras en la habitación de al lado

y la música que sale de la radio,

que despierta a los vecinos,

me afecta el sentido del gusto, la clarividencia.

Un hombre, otro hombre,

abraza a Bárbara.

Bárbara tristeza la del hombre

que la abraza y no apaga así

sus lágrimas de carne.

Pero el llanto es de los dos

y valen nuestras monedas.



(c) Susana Szwarc








imagen: Joaquín Torres García, Colección Rufino Tamayo, (de la muestra en la Fundación Proa)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comente esta nota